Por el camino que lleva al Santuario de la Virgen del Amor Hermoso hay un desvío que lleva a un sendero cubierto por maleza, hierbas y por el que cruza una fina quebrada. Puede sonar a una aventura temerosa, puedes explorar el bosque y llegar a las ruinas por tu cuenta, pero recomiendo seguir la guía de un joven que vive al lado, cuyo sueño es ser arquitecto, pero quien por ahora se conforma con asistir al colegio y dar visitas guiadas; ese niño se llama Andrés, y decía sentirse orgulloso de vivir en la tierra donde el Zipa se retiraba a llorar, y de portar en sus venas sangre ancestral, sangre muisca.
Después de caminar y luchar con la fatiga y el cansancio, el visitante queda anonadado al ver frente a sus ojos un impresionante trono muisca. Muchas veces nos quejamos de que los muiscas no construyeron pirámides o grandes ciudades, pero tener la oportunidad de ver un trono tallado en piedra por los mismos muiscas es algo que no se puede describir con palabras, el sentimiento es efímero y hasta místico, cuando escuchas a Andrés decir que el Zipa de Bacatá iba hasta ese trono en Zipacón a llorar, pero no a llorar solo como sinónimo de tristeza y debilidad, sino también en un acto de conexión divina, en el que el Zipa se convertía en el Sol, sentado al lado derecho, y su esposa, sentada a la izquierda, se transformaba en la luna.
Con profundo respeto puedes palpar los rastros del tallado, las figuras geométricas y las pinturas, hasta puedes sentarte en el lugar dónde hace cientos de años se sentaron los reyes muiscas, y aún hoy, puedes seguir sintiendo la conexión entre la naturaleza y el ser humano.
¿Qué si Andrés cobra por la visita? No, él no pide nada, pero es recomendable valorar la guía de aquel muchacho, que termina convirtiéndose en uno más de tus amigos.